Llueve. Los pájaros
surcan el cielo. Como acuosas pinceladas negras. La luz
marca de a poco sombras difusas entre la noche y las cosas, entre toda esta paz
tal vez siniestra o pausa del ruido que moja a las ventanas y a los
durmientes. Los autos quietos. El portal y la escalera por donde
ahora subirá Delia maldiciendo esa humedad que le pega la pollera a
las piernas.
Delia saluda a
Mario antes de entrar con el primer pan de Buenos Aires. Comentan el
mal tiempo, silencio, ella baja la mirada, él la mantiene y hasta
recorre con precisión la curva de su pechos insinuada bajo el
uniforme, y, de pronto, los invade una leve y extraña sensación
—los ojos de ella fijos en el polvo incrustado a los zapatos de él—
como si previeran que esta vez la lluvia viniera a quedarse, a
inundar el palier y todo, las terrazas de los edificios, las casas,
los hospitales. A limpiarlos, expiarlos, no, Delia no sabe decir
estas cosas, no sabe siquiera que las piensa, que tiene ese deseo
oscurísimo tejido bien adentro. Quizá como tantos otros: desea que
el 23 de diciembre de 2012 reviente todo, como decían los mayas.
¿Los mayas? Podría haber una inundación tan terrible que volviera
a todas las personas protagonistas desamparadas de un nuevo capítulo
bíblico donde ella no deba levantarse a las cinco y media de la
mañana, cada día, para tenerle listo el desayuno a la
señora,
donde Mario no deba festejar en silencio lluvias nocturnas que le
ahorren el trabajo de limpiar la vereda, ni refunfuñe como un
desgraciado cada vez que se averíe el ascensor, la caldera, o se
apague inexplicablemente la estufa de las ancianas del tercero.
Delia siente un
pinchazo húmedo en algún punto impreciso de su vulva, cuando su
pollera roza apenas la pierna de Mario. Luego sube las escaleras, más
despacio que de costumbre, envuelta en una marea tan fría que
densifica las cosas.
Al abrir la puerta,
la
señora
—una señora más joven que ella misma—, con los ojos aún semi
cerrados, la saluda en un bostezo y recoge el diario del suelo. No
se preocupe señora, está usté con la panza, ya se lo alcanzo yo.
Es
raro que la
señora
se haya despertado tan temprano, más raro aún que esté recogiendo
el diario en ese mismo exacto segundo en el que la vecina de
enfrente, esa anciana que apenas saluda —la hermana mayor o la
hermana menor de ese par austero y callado, casi impenetrable— le
dispara a Delia una sonrisa inesperada. Una sonrisa que —aunque
Delia todavía no lo sepa— quedará grabada en su mente para
siempre. Lluviosa y oscura como una tormenta de cine.
La anciana de ese
futuro recuerdo grabado en el horror —como si existiera en la mente
un espacio exclusivamente dedicado al horror— se llama Selva. Es
una de las vecinas del 3º B. Lleva el pelo enredado en un pequeño
bulto gris que esconde detrás de las orejas. Unas orejas que fueron
quedándose inútiles a medida que se expandían. Entre el aire y
todo ese viento, todo ese tiempo que martilla los tímpanos y estría
los cuerpos, la cara de Selva quedó ya más ajada que la otra —la
de su hermana Rebeca— y las orejas quietas, permanecieron ahí,
como dramáticos y pesados monumentos al absurdo. Luego está esa
única línea que baja ininterrumpida desde la punta del mentón
hasta el inicio del pecho. El pecho, los pechos, —los de ella, los
de su hermana— no importa de quién, ambos pares de senos persiguen
el sur con la misma fuerza de gravedad que clama del fondo del
planeta, contrae las espaldas propiciando las jorobas, y se alía con
aquello que manan las estrellas, esas que Selva y su hermana Rebeca
llevan evadiendo hace ya tanto tiempo, de las que se resguardan en la
cueva del edificio de la calle Juncal, en el barrio de la Recoleta,
ciudad de Buenos Aires, en esa fracción continental que se ubica ya
en el sur del mundo.
Selva gira las
llaves al cerrar la puerta, muy lentamente, como si el frío del
metal quemara sus dedos, volviendo realidad lo hasta entonces
inimaginable: que la velocidad de sus movimientos pudiera acercarse a
la absoluta quietud. Camina hasta el centro del salón y deja el
periódico sobre la mesa.
3 de septiembre.
Su hermana Rebeca
aún reposa dormida en su cama, cubierta con las frazadas hasta la
nariz, soñando con la lluvia de trasfondo doble quizá, con su
hermana devenida planta, bosque o la misma selva, algún amante
muerto reconstruido a partir de fragmentos de galanes de televisión.
A Selva el frío le
cala los huesos. La paraliza sobre la silla junto a la mesa, la taza
de té. Enciende la estufa, luego la radio. Escucha, entre
publicidades, música pop y datos de violaciones y asesinatos,
razones de sobra para no salir a la calle. Las mismas razones que
están ilustradas en el diario que ahora abre, con el insoportable
peso de su mano, y de esas hojas, y de su cuerpo entero que parece
que fuera a desplomarse sobre la mesa. Pero pronto el aroma del té
resucita su aliento, y se extiende etéreo, como esos fantasmas que
pronto serán ellas, por las paredes floreadas, por los muebles de
caoba antiguo, los cuadros de barcos y playas, y sigue flotando,
entre las estatuillas de bronce, los finísimos cristales que decoran
la vitrina del rincón, y finalmente entra al cuarto de Rebeca, ese
aroma suave, casi imperceptible, se mete en el cuerpo soñoliento de
Rebeca que ahora intenta ponerse en pie. Se levanta de la cama y
camina despacio como su hermana, muy despacio hasta el salón. Mira
los rayos que entran por las persianas. Esas que cortan la ventana a
la mitad dejando entrar el mínimo sol necesario. Observa el
portarretratos de los hermanos Loretti clavado en la pared,
eternizados en aquella semana previa al accidente, con la sonrisa y
la inocencia sepia estampada en sus caras para siempre. Acaso el
hermano mayor, —¿era Leonardo, Lorenzo?— no supo imaginar que un
día sería apenas un rostro sobre las flores de una pared, o algo
así como difusos retazos de galanes oníricos sin nombre.
Rebeca se acerca a
la mesa. Tiembla de frío, patea la estufa, refunfuña. Pero su
hermana Selva ya no la escucha, no puede, la mira sentarse frente a
la mesa mientras examina ese rostro que parece un espejo. Las cejas
extinguidas o apenas resistiendo en finos trazos tatuados sobre las
ausencias. Debajo ese hundimiento dónde antes estaba el párpado
terso siempre maquillado de sombras celestes o púrpuras, ahora es
como un pliegue sin retorno, algo así como otra ausencia, una línea
oscura de donde emerge el ojo como si emergiera de un agujero
macabro. Y luego la piel ajadísima sobre los labios, el cabello fino
y blanco que le cae por los lados, la piel del cuello que cae
formando colgajos, y entre ellos esos canales por los que corren las
venas. Como ríos traslúcidos. Ríos que llegan a dónde.
La mira servirse un
poco de té, silenciosa, lenta, casi quieta, la humedad y el frío en
los huesos pesa demasiado, y de pronto como una ceguera, quiero tomar
un poco de té, todo pesa demasiado, por qué, una persiana cae y se
cierra, o no cae, ya no hay luz, dónde están tus ojos hermana,
¿estás aquí? necesito un poco de calor en mi cuerpo, dónde está
mi taza de té ¿o ya no estoy? ¿todavía me querés? ¿Por qué ya
nunca me hablás? No te has acostumbrado a quererme como hacen los
amantes, estás acá y me querés o no me ves. Era yo la mayor o eras
vos. Era tuyo el Loretti mayor o de nadie. Es que ya no hay luz,
estoy hablando o pensando, se te vuelca la taza de té sobre las
manos y no quema, no duele, la nube de frío nos atrapa, la jarra, la
humedad, tomá la jarra, es como una nube y ya no duele, ya no te
movés, o sí, tan lento, las flores de la pared y los otros que
flotan como nubes también, tan lento que ya estamos quietas.
El negro no existe,
es la ausencia de luz. La muerte es blanca. Hay otra dimensión donde
el universo se tiñe de blanco, como si estuviera nevado. Por un
momento la luz, una explosión, el blanco absoluto. La paz. Luego
empiezan a distinguirse algunas líneas, sombras, los bordes de las
cosas. Porque la nada no es nada, no puede ser blanca. Pero la muerte
sí. Aquí hay paz y no es el cielo, es este mismo lugar iluminado
con otra luz, y estamos juntas. Tu cara, hermana, pálida como la
parca, ahora la veo, estás aquí conmigo después de la vida, el
frío ya no te duele. ¿Ves nuestros cuerpos inertes inclinados sobre
la mesa? No, ya no duele. Pero la lluvia allá afuera no cesa. Quién
sabe, quizá llueva hasta el fin de los tiempos. De todos modos, creo
que podremos atravesar la pared, flotando, y que el agua no vuelva a
tocarnos jamás. O sí.
Delia entra en la
cocina y enciende la radio. Puro
movimiento mamita.... Prepara
café para todos, cereales
con
azúcar para la nena, puro
movimiento,
cereales sin azúcar para la señora, y
si una de las negras se retoba, tostadas
y jugo de naranja recién exprimido para el señor, y
no quiere entregarse a hacer la otra, la vamos a dejar bien
calentita,
total
ella sola se va a sentar,
un matecito bien caliente para ella misma, para no compartir con
nadie durante toda la mañana, arriba
del muñeco, arriba del muñeco, ya no te hacés la fina, sola
con el mate, lustrando lo limpio.
Ya
quisiera Delia que Mario viniera más tarde a tocarle la puerta, que
todo reviente en el 2012, no, que reviente su mujer de una vez por
todas. Mario cantándole puro
movimiento mamita al
oído,
moviendo
la pelvis así, seguro que la mueve así, ella contra la mesa, contra
la pared, puro
movimiento, en
cuatro en la cama de la señora, boca arriba abierta de piernas en la
mesa del living…
Delita querida
haceme el favor y apagá eso, no quiero que el bebé escuche cumbia
desde la panza.
La señora sale de la cocina y cierra la puerta detrás suyo sin
esperar ninguna respuesta de Delia mientras comenta con el señor, ya
sentado a la mesa como un cerdo infaltable, que ella es muy
respetuosa con todo el mundo, pero que hay cosas en esta vida que no
se pueden respetar. Seguramente el cerdo esté asintiendo como un
sordomudo, mientras la nena se sienta a su lado y empiezan a
desayunar en perfecto silencio.
Delita, otra
cosita, no me llevás la nena al colegio que a mi se me está
haciendo tarde. Yo
en tu ducha con Mario detrás y el cerdo de tu marido mirando.
Claro señora,
espéreme que en un minutito estoy.
Gracias Negri.
¡Llévense los paraguas!
Ni Delia ni la niña
habían visto jamás llover con tanta fuerza en Buenos Aires, por eso
callan y escuchan la lluvia que cae sin pausa, lluvia como de selva.
Miran el agua crecida sobre las calles y avanzan, con sus pies como
remos, lenta y pesadamente, como viejas.
Cuándo fue eso.
Cuándo dejamos de teñirnos el pelo, de ducharnos todos los días o
incluso cada semana. Cuándo el olor de la lluvia sobre las plantas,
mirá las copas de los árboles desde arriba, nuestros cuerpos de
muertas que vuelan por encima de todo. ¿Cuándo la lluvia sobre
nuestra desnudez? Nunca. Y mirá qué linda que estás así, tendida
y lluviosa sobre esas hojas. Ya no te veo vieja como yo, te veo
hermosa Rebeca. Te quise tanto, antes y después de Loretti, el mayor
sí, el que fue de las dos, mirá si me iba a quedar con el otro
petiso desgraciada. Vos lo sabías. No te guardé rencor eh, te quise
tanto, tanto como a mi misma, sacáte ese pájarito de la cara hacéme
el favor, tanto que cuando me olvidé de mi, me olvidé de vos. Sí,
ese, el grisecito ¿No lo sentís?
Supongo que podemos
ir a donde queramos, a dónde querés.
Se vuela rápido
así, si abrís bien los brazos y las piernas ¿No? Es como que
mientras menos pensás, más avanzás, solo impulsándote, con todo
el cuerpo al mismo tiempo. Mirá que envión me pego cuando me callo.
Uno, dos, tres y silencio. Quiero rozar todas las copas de todos los
árboles del parque, quiero que saltemos de esa ¡no! de esta
azotea hasta esa otra. Mirá qué plato nosotras saltando entre
edificios. Quiero ir hasta las nubes, no qué nubes, mirá ese avión,
asustemos a algún tipo por la ventanita, ¿nos verán? Dale, quiero
ver si nos ven, uno, dos, tres y envión, silencio que ahí viene el
avión, mirá, te rimo y todo como vos tanguerita querida. Más nos
alejamos de casa, más joven te ponés vos. No te me ofendás, dale.
¿Qué por lo de tanguerita? Dale, cantáme algo que ahí viene el
avión. Mirá que sos dura eh, ni muerta me pensás cantar. Qué
pena. Bueno dejá, ya no quiero, me quedo acá, sobre la cabeza de
esta estatua, si con tanta lluvia ni siquiera nos van a ver los
pasajeros. Qué me ponés esa cara, qué te importará a vos que yo
me quede acá.
Llevás décadas
callada, qué te importará lo que yo haga ahora.
Ahora decime
Rebeca, qué te gustaba de la vida.
Sí, hace meses
que las lluvias terminaron, pero ella podría tener una habitación
más alejada del resto de la casa, porque la verdad, escuchar los
gemidos probablemente fingidos que suelta esa perra ingrata con el
marido… es demasiado, es demasiado cuando ella no coge desde
aquella semana arrebatada de lluvias, cuando Mario se acercaba por
detrás, en la puerta del ascensor, con su olor a macho despechado y
rabioso, y la estampaba contra el espejo. Sin cumbias. Sin palabritas
al oído ni meneado de pelvis detenía el ascensor, y así, en la
oscuridad de ese breve encierro, se la metía una y otra vez, sin
paciencia ni forros. Ya cerca del final, la giraba agarrándole la
cabeza, casi arrancándole el pelo se la seguía metiendo por la boca
hasta acabarle en la negrura de su cara. Celia, insatisfecha, lejos
de un remoto orgasmo, se levantaba, se acomodaba el delantal y se iba
casi contenta de haber sido deseada, pero es que ni siquiera eso: un
cuarto alejado de la casa, un poco de intimidad, y por las noches
silencio.
Y encima ese olor a
rata muerta que ya está por todos lados.
Mario debe estar
muy ocupado con Rosita, la empleada del segundo, como para ayudar a
las viejas seniles de enfrente a desinfectar la casa que, a esta
altura, ya se les debe estar pudriendo, y nadie dice nada, nadie,
claro, y menos Delia que ya tiene suficiente con limpiarles la mierda
a estos desagradecidos que le pagan una miseria y ni siquiera la
dejan dormir cuando quiere dormir. Cuando por las noches pide
silencio.
Te gustó atravesar
el desierto después de las lluvias. Volar junto a las linternas que
ascendían a los cielos de Chiangmai, beber el agua de las cascadas
de Croacia, ver los bosques de Inglaterra, fumarnos ese té que nos
dejó tan plácidas sobre el Empire State, todas esas luces nena… y
pensábamos que Buenos Aires era grande. Las montañas en Italia y
las montañas en lo profundo del mar. Islas y tierra y China y
castillos. Esa música que nos salió de adentro cuando vimos la
aurora boreal ¿vos también sentiste eso? Que se nos partían los
colores adentro del cuerpo y sonaban, cuando la aurora boreal sí, y
cuando todos esos templos en Asia, y las cataratas y la selva nuestra
que nunca habíamos visto. Casi te animás y le cantás algo a ese
viejo fantasma en el Louvre.
No sentís como si
alguien nos hubiera marcado una ruta para que viéramos solo eso, la
belleza aunque ya no tengamos ni cuerpos, como una revancha, aunque
nadie nos vea, una revancha por haberlos dejado ahí tirados tanto
tiempo. Incluso después de muertos. Pudriéndose. Yo no se qué nos
depara esta ruta Rebeca, si reencarnaremos o desapareceremos, pero
cantame querés, antes de que me apague, cantame uno de esos
tanguitos que me cantabas en la otra vida. Cuando todavía no dábamos
asco y la gente nos miraba por la calle.
Sabés qué, cuando
empezamos este viaje y empezamos a subir por Brasil, pensé, al ver
tantas luces de ciudades como puntos, y tanto mar, y seguíamos
subiendo y viajando y por todos lados tantos mar, pensé que Juncal
no era nada, casi nada Rebeca, todas nuestras cosas y nosotras, casi
nada. Y por primera vez sentí paz, no sé, paz de estar mezclada con
todo.
Qué es ese ruidito
que sale de tu boca, parece tu voz y sin embargo, no entiendo, qué
placer, es como si me inyectaras tu canción en la mente, nuestros
cuerpos se estiran, son una raya que viaja al sur de regreso y siento
cosquillas, vos también, te veo la cara mientras seguís cantando
como nunca hermana, como nunca, es un grito dulce y largo llega hasta
las nubes de abajo, nos succionan las fuerzas del mundo, y
traspasamos los vientos, los alambrados, el techo de Juncal, el
quinto y el cuarto, llegamos al tercero, esta no es nuestra casa, no,
qué tiernas somos empequeñeciéndonos, vamos hasta ella, somos
fetos en su cuerpo.
El calor de
noviembre intensifica el olor a putrefacción de los cuerpos. Un
vecino se ha dignado a llamar a la policía que ahora irrumpe, con la
ayuda de un cerrajero, en el 3º B de la calle Juncal donde no hay
ninguna rata muerta. Horrorizado, uno de los hombres abre la ventana
para ventilar un poco el ambiente. La estufa está rota y la radio
encendida. Desde la calle les llega un lamento, como tango en la voz
de una mujer cansada… ¡Adiós,
pampa mía!/Me voy/Me voy a tierras extrañas/adiós, caminos que he
recorrido/ríos, montes y cañadas.
Qué es eso, parece
Canaro, dice el cerrajero.
Desde la puerta,
las vecinas de enfrente, Celia y la
señora,
observan cómo se llevan los cadáveres, cómo el departamento, poco
a poco, vuelve a quedar en silencio.
Ay, Celita, esto
es un horror, pero te voy a pedir por favor que me lleves a la nena a
la clase de danza que yo estoy llegando tarde a yoga. Por favor
Negri, haceme el favor y apurate.
La
señora
se arquea, como si hubiera recibido un golpe invisible por la
espalda. Se acaricia la panza. Mira los últimos ángulos de las
bolsas negras desapareciendo al final del pasillo. De pronto intuye
que algo de la vida hoy resurge.