lunes, 20 de abril de 2015

Fragmento de Quema (novela inédita)


de Miryam Hache



Sé que nací a fines de los ochenta y aún así yo no me acuerdo. Si eras vos Florencia o era yo, las que se tranzó a Sebastián en el callejón enrejado frente al río, en la parte de atrás de Pachá, la que se dejó tocar el culo por las manos imberbes de Sebastián, para que después esparciera el rumor entre los imbéciles de sus amigos —que hoy serán abogados, administradores de empresas, o publicistas, y seguirán siendo imbéciles— y nos llamaran por ello, por una caricia consentida, a vos o a mí, putas. Tampoco me acuerdo, después mis amigas ya de grandes me preguntaban, sí, no te acordás cuando tu papá nos llevaba a todas a Caix y nos iba a buscar, y no, yo no me acuerdo, me acuerdo de los otros padres que nos llevaban, me acuerdo de la puerta de Caix, de la ropa escasa que nos poníamos cuando ni siquiera besábamos, de las minifaldas, los tops y la delgadez de la primera época, de la tarima a donde nos subíamos a bailar, de la prematura Juliana sacando la lengua y diciéndonos que el chupetín era un juguete sexual a los catorce años, de la humedad y el calor del baño al que volvíamos, cada dos horas, para maquillarnos frente a ese espejo empañado y seguir perfectas durante toda la noche mientras los pibes apenas se habían fijado qué zapatillas, qué pantalón. Era en la época de matiné, entre los doce y los quince, y yo no me acuerdo si éramos todas putas o vírgenes, desesperadas por algo que no sé bien qué era, porque apenas nos habíamos tocado y no sabíamos nada de lo que había que saber. No me acuerdo, si fuiste vos Florencia o fui yo la primera, en empezar a salir con chicos, o en empezar a besarnos a escondidas en rincones o callejones sórdidos, bajo ese álito fervoroso y ambiguo que nos sobrevolaba y nos confundía y qué, qué era válido para nosotras, qué era lo que necesitábamos saber desde antes del tiempo cuando todavía no necesitábamos alcohol porque la sola euforia de estar ahí, afuera, como mujeres empezando a vivir la vida o la libertad —si es que en algún punto no eran la misma cosa— era demasiado. Como si en la infancia nuestra sexualidad se hubiera comprimido, no reprimido, comprimido a la espera de explotar, el día en que me miré en el espejo del baño de casa y me maquillé, por primera vez, me delineé los ojos con esa posta diminuta y descartable heredada de mi madre, y ya para siempre, ese día pude empezar a liberar la sexualidad nuestra, la de las niñas, hasta entonces atada a la oscuridad, a la negación. Hoy ser mujer es otra cosa, pero en ese momento yo no sabía, me había criado viendo películas de Disney, animales que hablaban y colores pasteles —sí, Disney, tan enjuiciado hoy pero aún así tan adentro de mi memoria— entre ositos de peluche y muñecas perfectas sin vaginas, leyendo historias donde las heroínas eran princesas que esperaban, mujeres bonitas que se imponían por su belleza, nada más, por su capacidad de someterse a la espera de príncipes fútiles. Mi madre misma era una princesa que esperaba. Dios era un hombre, el hombre era un hombre, y en los libros de historia, ciencia o literatura las mujeres prácticamente no existían. Me acuerdo que fui yo Florencia y no vos, la que inauguró el callejón frente al río, entre el cielo abierto y las rejas, impregnada de olor a pescado y libertad.