de Miryam Hache
Sé
que nací a fines de los ochenta y aún así yo no me acuerdo. Si
eras vos Florencia o era yo, las que se tranzó a Sebastián en el
callejón enrejado frente al río, en la parte de atrás de Pachá,
la que se dejó tocar el culo por las manos imberbes de Sebastián,
para que después esparciera el rumor entre los imbéciles de sus
amigos —que hoy serán abogados, administradores de empresas, o
publicistas, y seguirán siendo imbéciles— y nos llamaran por
ello, por una caricia consentida, a vos o a mí, putas. Tampoco me
acuerdo, después mis amigas ya de grandes me preguntaban, sí, no te
acordás cuando tu papá nos llevaba a todas a Caix y nos iba a
buscar, y no, yo no me acuerdo, me acuerdo de los otros padres que
nos llevaban, me acuerdo de la puerta de Caix, de la ropa escasa que
nos poníamos cuando ni siquiera besábamos, de las minifaldas, los
tops y la delgadez de la primera época, de la tarima a donde nos
subíamos a bailar, de la prematura Juliana sacando la lengua y
diciéndonos que el chupetín era un juguete sexual a los catorce
años, de la humedad y el calor del baño al que volvíamos, cada dos
horas, para maquillarnos frente a ese espejo empañado y seguir
perfectas durante toda la noche mientras los pibes apenas se habían
fijado qué zapatillas, qué pantalón. Era en la época de matiné,
entre los doce y los quince, y yo no me acuerdo si éramos todas
putas o vírgenes, desesperadas por algo que no sé bien qué era,
porque apenas nos habíamos tocado y no sabíamos nada de lo que
había que saber. No me acuerdo, si fuiste vos Florencia o fui yo la
primera, en empezar a salir con chicos, o en empezar a besarnos a
escondidas en rincones o callejones sórdidos, bajo ese álito
fervoroso y ambiguo que nos sobrevolaba y nos confundía y qué, qué
era válido para nosotras, qué era lo que necesitábamos saber desde
antes del tiempo cuando todavía no necesitábamos alcohol porque la
sola euforia de estar ahí, afuera, como mujeres empezando a vivir la
vida o la libertad —si es que en algún punto no eran la misma
cosa— era demasiado. Como si en la infancia nuestra sexualidad se
hubiera comprimido, no reprimido, comprimido a la espera de explotar,
el día en que me miré en el espejo del baño de casa y me maquillé,
por primera vez, me delineé los ojos con esa posta diminuta y
descartable heredada de mi madre, y ya para siempre, ese día pude
empezar a liberar la sexualidad nuestra, la de las niñas, hasta
entonces atada a la oscuridad, a la negación. Hoy ser mujer es otra
cosa, pero en ese momento yo no sabía, me había criado viendo
películas de Disney, animales que hablaban y colores pasteles —sí,
Disney, tan enjuiciado hoy pero aún así tan adentro de mi memoria—
entre ositos de peluche y muñecas perfectas sin vaginas, leyendo
historias donde las heroínas eran princesas que esperaban, mujeres
bonitas que se imponían por su belleza, nada más, por su capacidad
de someterse a la espera de príncipes fútiles. Mi madre misma era
una princesa que esperaba. Dios era un hombre, el hombre era un
hombre, y en los libros de historia, ciencia o literatura las mujeres
prácticamente no existían. Me acuerdo que fui yo Florencia y no
vos, la que inauguró el callejón frente al río, entre el cielo
abierto y las rejas, impregnada de olor a pescado y libertad.
